Aquí sigo amigos/as, con menos otitis pero otitis al fin y al cabo. Bueno, el médico me dijo que en realidad había gozado de una laberintitis. Una de esas enfermedades que parece inventada por Christopher Nolan.
A cuenta de ello alguien me dijo recientemente “una chica que conozco lo tuvo [laberintitis] y no pudo jugar al tenis durante diez años”. Aunque nunca he jugado al tenis aquello me dejo demolido. ¿Se imaginan si mañana me surge una arrebatadora pulsión tenística y tengo que renunciar una prometedora carrera por culpa de mi oído? Si, lo sé, la vida ya no tendría sentido. Por si acaso cuando paso por una tienda de deportes cierro los ojos, no sea que se me vayan a alguna raqueta y se desencadene el infierno.

En fin, la cuestión es que con laberintitis o sin ella ayer me líe la manta a la cabeza y me fui a ver a los simios. Me apetecía tanto que el hecho de oír la película en mono me parecía un defecto menor (Nota: al escribirlo me he dado cuenta de que he hecho un chiste, ya saben, los simios y el mono, pero éste ha sido completamente fortuito).

Confieso que lo que más me preocupaba era el bendito CGI (los efectos especiales generador por ordenador, que a veces no son todo lo realistas que se supone deberían ser) además del tal James Franco, que me maravilló en 127 horas y me horrorizó en todo el resto. Sin embargo, con la presencia de John Lithgow (hay que verle en la tercera temporada de la serie Dexter) la cosa –preveía yo- quedaría compensada.

Bien.

La primera sorpresa llegó con el increíble trabajo de efectos especiales llevado a cabo por WETA, la compañía neozelandesa propiedad de Peter Jackson que en los últimos años ha estado metida en todos los fregados habidos y por haber. Naturalmente la estrella es el simio Cesar, el líder, al que “interpreta” Andy Serkis, pero la verdad es que el resto (incluidas la gran mayoría de escenas de acción) son de romper la pana.
Algunos críticos hablan de que habría que nominar al Oscar a Serkis por su trabajo con Cesar y no seré yo quien les lleve la contraria porque la verdad es que el tipo se lo curra de lo lindo y su trabajo es francamente impresionante (su complicidad con el personaje de Lithgow es de esas cosas que le recuerdan a uno la magia del cine). El simio en cuestión es el auténtico protagonista de la película y eso, aunque pudiera parecer lo contrario, no es malo. Es cierto que cuando hay actores de por medio no es demasiado ortodoxo que sea un simio el que se llevé todos los parabienes pero al mismo tiempo es buena señal que la parte más importante del film (la tecnología) funcione tan jodidamente bien.

El origen del planeta de los simios arranca con una investigación sobre el Alzheimer, un obsesión para el científico interpretado por James Franco ya que su padre (el mencionado Lithgow) sufre la terrible enfermedad. Una nueva droga parece estar dando excelentes resultados en simios hasta que todo se va al garete.

A partir de aquí conocemos a Cesar, un simio con el que Franco pretende seguir investigando. El bicho en cuestión comienza –gracias a las drogas- a desarrollar una inteligencia tremebunda y actuar más como un humano que como un animal (aunque leyendo el periódico cada vez se advierta menos la diferencia entre ambas especies).

A partir de aquí todo se tuerce y la cosa degenera hasta la rebelión.

No quiero joderles la película pero no se pierdan la última media hora, maravilloso ejemplo de tensión, atmósfera, ritmo y mala hostia.

Les dejo ahora que tengo que seguir mimando a mi oído izquierdo pero les aconsejo que no dejen de ver la película, les prometo que es uno de los mejores motivos para acercarse a un cine que van a tener en todo el verano.

Y luego van y lo cascan aquí, por supuesto.

Abrazos/as,

T.G.

P.D.: y sí, aquella cosa de Tim Burton a mi me pareció horrenda…