Jueves 18 de junio. Noche.
A las doce de la noche, las luces largas son inútiles. Un resol lo ilumina todo. La carretera está desierta.
En el horizonte el claro de luz se define. La cámara, a contraluz, muestra el paisaje con una oscuridad irreal.
En medio de fiordo , una barquita y dos pescadores aprovechan la luz de medianoche. Doy la vuelta para fotografiarlos, que a la ida he reaccionado tarde. En mi dirección de marcha el fiordo ahora queda a la izquierda. La temperatura es de unos diez grados.
Un túnel, otro más, me priva de la vista del agua.
A la salida, el claro está mucho más cerca y se refleja.
Fotografío a cada metro que avanzo. No soy capaz de seleccionar. Cada reflejo me parece mágico. No entiendo que la carretera esté desierta, que no esté aquí todo el pueblo mirando el fiordo.
Avanzo muy despacio en los últimos kilómetros. Me quedo extasiado con los reflejos dorados en el agua. Se me llenan los ojos. Toda la vista llena de agua y cielo. Fotografío el cuadro del coche. A esa hora estuve ahí, donde la magia existe. A 16 kilómetros de Mo i Rana.
Decido parar a hacerle una foto al coche. Él me ha traído hasta aquí.
Ya que me he bajado del coche aprovecho y hago más fotos.
Subo al coche feliz, con la piel erizada. Llegué a la luz. Avanzo muy despacio los pocos kilómetros que me quedan hasta Mo i Rana, un pueblo fantasma, sin nadie en las calles a plena luz del día. Encuentro un hotel y un bar abierto en el que me tomo una cerveza. Dentro de unas horas la luz será del Sur, luz monótona, a la que estamos acostumbrados. Desde la habitación del hotel, antes de acostarme, fotografío el cielo con la última luz del Norte que veo hoy. Ha sido un día de mucha lluvia, de casi 900 kilómetros hasta llegar. Me acuesto emocionado. Después de este paisaje no espero más. El círculo Polar Ártico está a 80 kilómetros.
Mañana lo cruzaré con luz del Sur y también con esta luz de hoy que ahora me llena la retina y va llenando el ordenador.