Jueves 18 de junio. Noche.
A las 11:30 de la noche es de día. Claridad de atardecer nublado. No hay diferencia entre llevar las luces largas o las cortas. Las llevo encendidas para que me vean. A mí no me sirven. Después de diez horas de conducir con lluvia, noto los ojos cansados. Es la primera vez en este viaje que noto fatiga por conducir muchas horas. El continuo martilleteo de las gotas en el parabrisas dificulta la visión y cansa la vista.
También es la primera vez que conduzco sin gafas todo un día. Recuerdo que al principio del viaje, en Marruecos, con las gafas puestas todo el día, me dolía donde se apoya la patilla izquierda de la gafa. La forcé para darla de sí y resolví el problema. Mi cansancio en la vista también podría deberse a no llevar gafas de sol en todo el día. No lo creo.
Como tengo la vista cansada pienso en parar en este hotel en Mosjoen, a 775 kilómetros de Lillehammer, de donde salí este mediodía. Es un hotel hotel, no me da reparo llamar entrada la noche. Dudo. El claro del cielo, en el horizonte, es una esperanza. Quizá sólo pueda ver el sol de medianoche si llego hasta ese claro. Todavía no estoy en el trópico ni es día 21, pero si está nublado esa luz puede ser lo más parecido al sol de medianoche que encuentre en todo el viaje. Continúo.
Pocos minutos después vuelve a llover ligeramente.
Y lo deja. El asfalto es bueno y apenas hay tráfico.
Quiero llegar al claro. Necesito tenerlo encima. Aunque esté más allá de Mo i Rana.
Es la luz del norte. Viene del norte, como en Lillehammer a estas horas, pero su textura no se parece. Esta es una luz bien definida, que permite distinguir los contornos, los matices, los reflejos. No es una gasa blanca sobre las montañas.